Discurso de Catón en el Senado abogando por medidas de rigor contra Catilina y sus cómplices

Marco Porcio Catón

Muy de otro modo pienso yo, padres convocados, cuando con­sidero nuestra situación y los peligros que nos cercan, y espe­cialmente cuando reflexiono los votos que acabo de oír a algu­nos. Éstos, a mi entender, no han tratado sino del castigo de los que han intentado la guerra contra su patria, sus padres, sus altares, y sus hogares; pero el caso, más que consultas sobre la pena de los reos, pide que pensemos en el modo de precavernos de ellos. Porque otros delitos no se castigan hasta después de ejecutados; éste, si no se ataja en los principios, una vez que suceda, no hay a donde apelar; perdida la ciudad, ningún recurso queda a los vencidos. Pero, por los dioses inmortales, con ustedes hablo que han siempre tenido en más que a la República, sus casas, heredades, estatuas y pinturas; si las queremos man­tener, tales cuales son, estas cosas, a que tan asidos somos; si que­remos gozar tranquilamente de sus deleites, despertemos de una vez y atendamos a la defensa de la República. No se trata por cierto ahora de tributos, ni de vengar injurias hechas a nuestros confederados; se trata de nuestra libertad y nuestra vida, que están a punto de perderse. Muchas veces, padres, he hablado y largamente en este sitio, muchas he declamado contra el lujo y la avaricia de nuestros ciudadanos, con lo que me he granjeado hartos desafectos. Como ni a mí mismo me hubiera yo perdonado, en caso de haber cometido o intentado algún exceso, tampoco me acomodaba fácilmente a disculpar los ajenos, atribuyéndolos a la ligereza de sus autores. Y aunque ustedes ningún o poco caso hacían de mis palabras, la República se mantenía firme, su opulencia sobrellevaba este descuido. Pero hoy no se trata de reforma de costumbres, ni de los límites o de la magnificencia del imperio romano; sino, si todas estas cosas, sean en nuestro aprecio cuales fueren, han de permanecer nuestras o pasar, juntamente con nosotros, a poder de los ene­migos. ¿Y hay, a vista de esto, quien tenga aliento para tomar en boca la mansedumbre y la piedad? Hace mucho que se han perdido en Roma los verdaderos nombres de las cosas, porque el derramar lo ajeno se llama liberalidad, el arrojarse a insultos y maldades, fortaleza: a tal extremo ha llegado la República. Sean, pues, enhorabuena liberales (ya que así lo llevan las cos­tumbres) con la hacienda de los confederados, no con nuestra sangre. Sean piadosos con los ladrones del erario, pero por salvar la vida a cuatro malhechores no quieran arruinar al resto de los buenos. Poco antes Cayo César habló en este lugar con gran delicadeza y artificio de la vida y de la muerte, teniendo, a lo que parece, por falso lo que nos cuentan del infierno; es, a saber, que los malos, y por diferente rumbo que los buenos, son destina­dos a unos lugares tristes, incultos, horribles y espantosos; y conforme a esto concluyó diciendo, que se les confisquen las haciendas y sus personas se repartan por las cárceles de los muni­cipios, no sea que si quedan en Roma los cómplices de la conjuración, el populacho, ganado por dinero, los saque por fuerza de la prisión, como si sólo hubiese gente malvada en Roma y no sucediera lo mismo en toda Italia; o no fuese más de temer una violencia donde hay menores fuerzas para oponerse a ella. Por cuya razón es poco sano este consejo, si César recela algo de parte de los conjurados; pero si sólo él deja de temer, cuando están todos tan poseídos del terror, tanto más conviene que yo tema; y no sólo por mí, sino también por ustedes. Tengan, pues, por cierto que lo que resuelvan contra Publio Léntulo y los demás reos, lo resuelven al mismo tiempo contra el ejército entero de Catilina y contra los conjurados; que cuanto con más calor y aplicación tratemos este negocio, tanto más decaerán ellos de ánimo, y que por poco que vean que aflojamos, nos insultarán con más orgullo. No juzguemos que nuestros mayores engrandecieron con las armas su pequeña República. Si fuese así, mucho más flore­ciente estuviera ahora, que tenemos más ciudadanos y aliados, y además de esto más acopio de armas y caballos del que tuvieron ellos. Otras cosas los hicieron grandes de las que nosotros entera­mente carecemos: es, a saber, en la paz la aplicación a los ne­gocios, en tiempo de guerra el gobierno templado y justo, la libertad en dar dictámenes sin miedo ni pasión. En lugar de esto reina entre nosotros el lujo y la avaricia, el pueblo está exhausto, los particulares opulentos; queremos ser ricos y huimos el tra­bajo; no hay diferencia del bueno al malo; la ambición se lleva los premios debidos a la virtud. Ni puede ser otra cosa, puesto que en nuestras resoluciones nadie mira sino por sí mismo; que en nuestras casas servimos a los deleites y placeres, aquí a nuestra co­dicia o al favor. De donde nace, que desamparada la República, la invade cualquiera a su antojo. Pero dejemos esto. Cons­piraron unos ciudadanos principalísimos para destruir la patria; llamaron por auxiliares a los galos, mortales enemigos del nom­bre romano; tenemos a su caudillo con un ejército sobre nos­otros, y aun ahora estamos sin resolvernos, dudando qué hacer de los enemigos cogidos dentro de nuestras murallas. Digo que tengamos piedad de ellos, porque son unos jóvenes que no tienen más delito que dejarse llevar de la ambición, y aun añado que los dejemos ir armados. Yo sé que esta intempestiva mansedumbre y piedad, al otro día cuando tomen las armas, se convertirán en nuestra ruina. A la verdad, el apuro es grande, bien lo conocen, pero fingimos no tener miedo. Sí, tememos, y mucho; mas por nuestra inacción y flojedad, esperando el uno al otro, tardamos en resolverlo, confiamos, a lo que parece, en los dioses inmortales, que en otras ocasiones libraron a esta República de grandísimos peligros. Tengamos, pues, entendido que no se logra el favor de los dioses con votos ni plegarias de mujeres; que cuando se vela, se trabaja y consulta desapasionadamente, todo sale bien; pero si nos abandonamos a la pereza y desidia, es ocioso clamar a los dioses: nos son entonces adversos y contrarios. En tiempo de nuestros mayores, Aulo Manlio Torcuato, en la guerra que tu­vimos con los galos, mandó matar a un hijo suyo por haberse combatido con su enemigo contra la orden que se le había dado; y así aquel mancebo ilustre pagó con su cabeza la pena de su valor mal contenido: ¿y ustedes se detienen en resolver contra unos cruelísimos parricidas? Hacen bien, que el resto de su vida disculpe esta maldad. Tengan, tengan, pues, miramiento a la dig­nidad de Léntulo, si la hubiese él jamás tenido, a su honestidad, a su crédito, a los dioses o a los hombres. Perdonad a los pocos años de Cethego, si fuese ésta la vez primera que hace guerra a su patria. Y ¿qué decir de Gabinio, Statilio y Cepario?, los cuales, si hubiesen alguna vez mirado a su deber, seguramente no hu­bieran pensado como pensaron contra la República. En conclu­sión, padres convocados, si un delito pudiera permitirse, les juro que dejaría de buena gana que se escarmentase la experiencia, puesto que no escuchan ustedes mis palabras. Pero nos hallamos sitiados por todas partes. Catilina por un lado nos estrecha con su ejército, dentro de la ciudad y en su mismo seno se abrigan otros enemigos; ni resolverse nada, ni prevenirse se puede sin que ellos no lo sepan, por lo que importa más la brevedad. Y así mi sentir es, que habiendo la República llegado a un pe­ligro extremo, por la traición de estos malvados ciudadanos, los cuales por las deposiciones de Tito Volturcio y de los legados de los alóbroges se hallan convictos y confesos de haber maquinado incendios, muertes y otras enormes crueldades contra sus conciudadanos y la patria, se les imponga el último suplicio, según la costumbre de nuestros mayores, como a notorios reos de delitos capitales.

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