La musica colombiana

Año de 1923

El año de 1923 fue de lucha incesante. A cada paso artículos, que tal vez fue error mío contes­tarlos todos, con ataques personales y sin ningún fundamento; chismes; dificultades de todo género; una vida de desagrado.

Una de las causas que motivó ese espíritu de reyerta, fue la confe­rencia que dicté en el Conser­vatorio el 3 de agosto, sobre la música nacional, conferencia que, aunque publicada en una Revista musical, fue muy poco conocida, puede decirse na­da, porque dicha Revista, aun­que muy interesante, carecía en absoluto de lectores. Mis de­trac­tores la interpretaron a su guisa, declarando de una vez pa­ra siem­pre que yo había negado la música nacio­nal, axioma que pasará a la his­toria para escarnio mío. Este fue mi discurso:

Conferencia

“El tema que me propongo tratar se presta a tantas consideraciones de diverso orden, que su completo desarrollo no podría ser objeto de una sola conferencia. Básteme, en consecuencia, abor­darlo de manera bas­tan­te sintética.

“Ha venido acentuándose cada vez más en es­tos últimos tiempos, la propaganda en favor del arte nacional. Es casi una moda hoy abogar por él, anteponiéndolo algunos críticos a toda otra forma de pro­du­cción. Para ellos obra que no entre en el molde calificado de nacional, es obra extranjera y advenediza, indigna de buena acogida. Cuál será la indignación que produce a estos leaders del na­cionalismo musical, la herejía que Gluck se atrevió a lanzar cuando dijo: ‘buscando ambos (él y Rous­seau) una melodía noble, fácil y natural, y una de­clamación exacta de acuerdo con la prosodia de cada idioma y el carácter de cada pueblo, quizás hubiéramos podido lograr hacer desaparecer la ri­dícula distinción de las músicas nacionales’. Sin ir tan lejos, un moderno tra­ta­dista escribe: ‘Siendo como es el arte, el resultado de una aspiración ha­cia el ideal, es común a todos los hombres y, en principio, no conoce patria’.

“A mi modo de ver, se establece muy común­mente una confusión entre lo que es música nacio­nal y música popular.

“La primera es sin duda la que pertenece a un país determinado; la que es obra de los composi­tores nacidos allí. Así se dice: música alemana, francesa, etc. Puede afirmarse que no ha existido nación sin música: De modo que en todas hay, y ha habido, música nacional, buena o mala, intere­sante o no, según el genio y la maestría de los auto­res que la producen. El valor musical de un país es constantemente variable, como lo es su capacidad intelectual en cualquier ramo. Un día fue Italia el amo del mundo en achaques de arte; Alemania tuvo la supre­macía musical en la época que va de Juan Sebastián Bach a Ricardo Wagner; a Francia ha tocado en estos tiempos el título de honor en la producción sinfónica desde César Franck para acá.

“En los primeros siglos del arte la nacionali­dad es factor casi inapre­ciable. Me refiero a los más antiguos documentos musicales de que se dispone para el estudio, el canto gregoriano en primer lu­gar. El canto popular se distingue desde un prin­cipio por su ritmo más cadenciado, apropiado a la danza, pero tampoco reviste en aquellas épocas con­di­ciones particulares según el país de origen. Y lo mismo ocurre más tarde con la polifonía. Llá­mese flamenca o francesa, italiana, española o ale­mana, el fondo y la forma son más o menos los mismos. Pero hay algo más curioso; los aires de danza, que originaron largo tiempo después la suite, y cuyos mismos nombres demuestran los dis­tintos países de que provienen, son usados aquí y allá por compo­sitores de diferentes nacionalidades. La música sigue teniendo el mismo carácter uni­versal, aunque ciertas particularidades, más bien de raza, principian a acusarse más o menos defi­nitivamente. Poco a poco van surgiendo las dis­tintas formas de la música pura, derivadas las unas de las otras como las ramas de un mismo árbol. Ningún elemento netamente nacional puede dis­tinguirse allí. Fuga, suite, sonata, con­cierto, son mani­­festaciones de un común esfuerzo hacia lo bello.

“En el campo dramático-musical sucede algo análogo, hasta que Italia crea la ópera y la impone al mundo como la concibió. Son necesarios muchos años para que este género, netamente italiano, ven­ga a tras­for­marse revistiendo algunas veces carac­teres propios de nacio­na­lidad.

“La crítica distingue generalmente tres gran­des escuelas: la italiana, la alemana y la francesa, y varias otras secundarias.

“Sin duda la italiana se caracteriza por su flui­dez melódica; la alemana por su solidez y polifo­nismo; la francesa por su equilibrio y pro­por­ción. Pero cuántos elementos son comunes a todas las es­cuelas y qué arduo fuera fijar la marca, el sello que las separa! Un Bach transcribe los conciertos de Vivaldi, quien no faltaría los creyera de aquel. Un Lully da a la ópera francesa su ser definido. Un Gluck no se sabe por fin si es más italiano que alemán, o el más francés de todos los franceses. Todavía en los tiempos modernos podrá darse un alemán más alemán que el ruso Rubinstein, o el también ruso Tschaikowsky? Ahora mismo, que el elemento nacional en arte parece haber ganado tanto terreno, no encontramos música española es­crita por Rimsky Korsakow, ruso, por Debussy o Ravel, franceses? No se comprendería semejante cambio de sensibilidad en genios de esa talla, o esas sus obras a que hago referencia resultarían carica­turas, si fuese cierto que el artista no puede ser sino hijo exclusivo de su propio medio y escri­bir única­mente en su lengua materna. Podrían negarse el valor y la belleza de un paisaje oriental que fuese pintado por un artista del Norte? No escribieron d’Annunzio uno de sus mejores dramas, en fran­cés, y Oscar Wilde su famosa Salomé en ese mis­mo idioma? El músico puede proceder de igual suerte, y así ha procedido. El mismo Beethoven echó mano de temas rusos, por ejemplo, en algu­nas de sus obras.

“Con todo, hay un valor que es innegable: la tradición. Esta es una fuente seguramente benéfica para cualquier creador de obras de arte. En la tra­dición encuentra el genio su punto de partida, aun­que los medios de que disponga al presente sean muy distintos, y aún contra­rios en apariencia a los que iniciaron sus primeros precursores. En arte no hay tales revoluciones, sino una constante evolución en que vuelve lo que parecía abandonado, bajo for­ma nueva, a veces casi inco­no­cible. La melodía de Pelleas es una descendiente directa de la grego­ria­na, del mismo modo que la gran variación mo­derna tiene un origen no menos antiguo, según lo ha demostrado claramente d’Indy.

La música popular

“Estudiemos ahora qué es la música popular.

“Se denomina así la que es propia del pueblo; la que le es peculiar. Música casi siempre anó­nima, que brota no se sabe dónde y al punto es asimi­lada por la gran masa.

“La música popular se distingue por cualquiera de sus elementos cons­ti­tutivos, y aún por su misma instrumentación, pero particu­lar­mente por el ritmo y la melodía, porque la armonía es un elemento complejo, comúnmente inaccesible al que no es pro­fesional. Empero, la misma armonía, y con más fre­cuencia las escalas, y modalidades, son en algunos casos característicos en esta música.

“Todo pueblo ha tenido música popular. Im­porta ver hasta qué punto representa esa música un valor efectivo para el compositor consciente, va­lor aprovechable para la construcción de obras ver­daderamente artís­ticas que puedan perdurar.

“Si echamos una mirada al más remoto pasado de la Historia docu­men­­tada de la música, fácil es notar cómo las canciones de la primera época su­fren la influencia del canto sagrado, el cual a su turno viene a popularizarse, digamos, en los him­nos y las secuencias. Y esta noble infiltración se hará notar más tarde en las formas polifónicas.

“El elemento popular tomará más fuerza luego, introduciéndose en el arte sinfónico por medio de los aires de danza, precursores de nuestra música sinfónica. Véase la importancia de ese germen, que transfor­mado por el genio de los grandes compo­sitores, va pasando por las distintas formas, fecun­dizándolas. El arte del pueblo ha sido, pues, factor de innegable riqueza en la formación de las obras musicales.

“Nuestro país posee una música nacional, pues­to que aquí hay compo­si­tores. No es mi ánimo ha­cer un análisis de dicha música. Hagamos votos por que la juventud estudiosa y de real genio pron­to ponga en alto el nombre del país en lo refe­rente a la producción musical.

“También tenemos música popular. Cuál es ella, de dónde proviene, y serán sus elementos or­gánicos aprovechables por el artista creador?

“Primeramente quiero descartar una vez por todas la peregrina hipó­tesis del origen indígena de esta música.

“Sabido es que los pueblos de la más remota antigüedad tuvieron música. Egipcios, griegos, ro­manos, todos can­taron y todos tocaron instru­men­tos, como lo revela la Historia y los bajo­rrelieves de los monumentos. Natural es que los chibchas, co­mo las demás tribus que poblaron el continente ame­ricano, poseyeran alguna forma de ma­ni­­fes­ta­ción musical, por rudimen­taria que fuera. Pero si nada puede afirmarse de modo positivo respecto del arte musical de aquellos pueblos refinados de la antigüedad, porque no existe ningún docu­mento sobre el cual se pueda fundar siquiera un concepto definitivo, qué decir de la música de nuestros abo­rígenes. Dónde hay un solo texto musical chibcha? Es infantil discutir el punto. La música chib­cha, que probablemente fue más bien ruido que músi­ca, se perdió para siempre, como se perdieron las riquezas del templo de Sugamuxi. Singular fuera que a estas horas se viniera a descubrir el arte mu­sical chibcha, cuando no se ha descubierto siquiera una sola pieza literaria de ese pueblo. La música floreció siempre en todas partes más tarde que las otras artes; los chibchas no dejaron otra mani­fes­tación de arte sino los tunjos rudimentales que to­davía se suelen encontrar en los lugares que habi­taron esos antiguos moradores del país.

“De cuándo data entonces nuestra música po­pular? Indudablemente de los tiempos coloniales. Todos estos aires, que son casi en su totalidad de danza, son probablemente derivaciones y descom­posiciones de aires españoles. Acaso algunos ten­gan un origen africano. En todo caso el valor me­lódico de estos aires es casi nulo; del armónico no hay ni qué hablar; su mérito reside en el ritmo.

“Existe cierta variedad en nuestros aires popu­lares. Conozco algunos cuyos ritmos de formación irregular, pudieran engendrar obras típicas por ese aspecto. Pero no se crea que todos los ritmos con­siderados como propiedad nuestra, lo sean en rea­lidad. Dos de los tipos más conocidos, el pasillo y el bambuco, se encuentran en obras de com­po­si­tores europeos de distintas épocas y países. Por ejemplo, el scherzo del cuarteto op. 59 número 2, de Beethoven, es un verdadero pasillo, que al es­cucharlo por primera vez un novicio, no vacilaría en atribuirlo a algún autor nacional. (Ejecución).

“He aquí otro scherzo de cuarteto también: el del segundo para cuerdas, de Borodin, que se di­ría un bambuco. (Ejecución).

“Y qué decir de la serenata de Mefistófeles, de la Condenación de Fausto, de Berlioz? (Ejecución).

“Tenemos, pues, tres trozos de autores de dis­tinta nacionalidad: uno alemán, otro ruso y el ter­cero francés, y de épocas distintas, que aten­tan con­tra la propiedad nacional de ritmos que general­mente con­si­deramos patentados por nosotros. Y no sería difícil encontrar otros ejemplos análogos.

“Ahora bien, estas analogías no serían motivo suficiente para que se prescindiera del uso de un aire o ritmo popular. Aproveche a quien le plazca si de ellos puede sacar algún partido. No dan el pase quienes aquí preconizan a todo trance nues­tra música nacional, nuestra música autóctona, se­gún su nueva denominación, a cualquier danza, llámese fox trot o two step, tango o habanera? Para ellos lo esencial es que sea música fácil, trivial y de escritura rudimentaria. Hay como una guerra al arte serio, cobijando al que no lo es con el inma­culado manto del patriotismo. Cómodo pero inge­nuo proceder!

“El más rico tesoro que conservan ciertos pue­blos en cuanto a arte popular, es el repertorio de canciones. La canción, por su letra y por su músi­ca, revela el alma del pueblo. Es una verdadera flor del folklore nacional.

“En dónde están nuestras canciones? En dón­de esas melodías fáciles y sentidas que el niño aprende desde la cuna, y después en la escuela, a la par que el catecismo y la noción de patria? En dónde esas inspiraciones ingenuas, como los villan­cicos y redondillas, cobas y pete­neras de los espa­ñoles; como los aires del Jeu de Robin, las can­cio­nes del Roi Loys, las pastourelles, todo ese reper­torio de melodías francesas; como los strambotti, mattinate, barcarolle o marinare de los italianos; en fin, como esa gran variedad de cantos rusos: protiajnaia, khoravodnaia, svadebnaia, etc ?

“No solo en la memoria de los pueblos se con­servan estas canciones, donde quiera que existe la tradición musical, sino también en reco­pi­laciones y tratados impresos. El Romancero español fue edi­tado en el siglo XVI. En las obras de Luis Milán, Espinal, Miguel de Fuenllana y otros tantos vihue­listas más, figuran esos cantos típicos. Y lo mismo ocurre con la canción popular en casi todos los pueblos europeos.

“Aquí es poco o nada lo que poseemos en este ramo, y ello no es extraño. Un pueblo nuevo no puede tener tradición artística propia.

“Ahora bien, la melodía proviene de la pala­bra. Fue casi su traducción a sonidos musicales cuando nació. El acento, su elemento primordial y vivi­ficador, es el remedo, remedo sublime, del acen­to del idioma. Es claro por consiguiente que la ín­dole de la lengua debe forzosamente reflejarse en la melodía, y si españoles somos por el habla, es­pañoles debemos ser por la índole de nuestra mo­delía.

“Llegó aquí el punto culminante de esta mal hilvanada plática: nuestra tradición musical debe­mos buscarla en la madre patria. Allí está el tésoro que nos pertenece por herencia y que hay quienes se esfuerzan en buscarlo en el caos indígena. Allí está, como también la tradición de la lengua y de las artes plásticas.

“En 1908 escribí desde París esta idea a mi bueno y nunca bien sentido amigo don Felipe Pe­drell. En contestación me dijo: ‘sus proyectos me inspiran avasalladora simpatía, pues son sólidos, bien razonados y justos: la asimilación de nuestra tradición es salvadora para la América Latina, por­que llevará la sangre y el genio de la raza espa­ñola a la raza noble, agradecida y bendita’.

Los instrumentos nacionales

“Para concluir quiero hacer una breve exposi­ción respecto a los ins­tru­men­tos que llamamos aquí nacionales.

“El tiple es una degeneración de la guitarra, o sea una guitarra sin las cuerdas mi y la. La guita­rra, como la vihuela, a su vez provienen del anti­guo laud, y aquella fue importada por los moros a España.

“Si la misma guitarra no ha logrado conservar puesto de honor en la ejecución de la música seria, y su uso, salvo raros casos, está res­trin­gido a acom­pañamientos de música popular, a quién, le podría ocurrir proponer el empleo del tiple en obras efectivamente artísticas?

“Inclusive como instrumento de acompaña­miento, el tiple es rudimen­tario y deficiente, y no puede siquiera llenar ese papel correc­tamente. En efecto, es impracticable sobre su diapasón la armo­nía, sin pecar contra los más elementales principios de la realización de los acordes. Su acorde, o sean sus cuerdas al aire, produce los sonidos re, sol, si, mi. Para poder dar la función de tónica en do, por ejemplo, se hace la com­binación de dedeo que pro­duce mi, sol, do, mi, fatal realización, por estar la tercera del acorde, nota modal, duplicada, cosa re­probada como lo sabe el estudiante de armonía en su primera lección. La función de subdominante en ese tono tampoco es factible con la ver­dadera fundamental, fa, sin que se produzcan las octavas consecutivas más horrendas; preciso es darla con una agregación de sexta. La función de dominante, por último, hay que tomarla siempre invertida. Y lo mismo acontece más o menos en los otros tonos, Si un acorde, como el de re, es de posible realiza­ción en buen orden, el inmediato ya no lo es.

“La bandola es también una derivación de la guitarra, y como ésta existe en España y en Italia. Tiene la pretensión de ser instrumento meló­dico.

“Buena melodía podrá producirse en un instrumento en que, para imitar la prolongación del sonido, hay que tremolarlo por medio de una pluma! La ban­dola es una mandolina afinada de diferente modo.

“Sabido es el papel casi nulo de la mandolina en la buena música, exceptuados unos pocos trozos, co­mo la serenata de don Juan.

“De manera que, nuestros instrumentos nacio­nales, son de origen español, como lo son nuestros aires de danza en su mayor parte. Algún día, cuan­do la inmigración al país viniera a ser muy nume­rosa, poco a poco podría formarse aquí un arte popular propio, ecléctico por fuerza, como prove­niente de la mezcla de sangres y razas distintas. Mas si no es deseable que sobreviniera con el an­dar de los tiempos, una corrup­ción de la bella len­gua de Castilla, tampoco lo sería la corrupción de las formas populares del arte español.

La idea musical

“Reconocida es la importancia de la idea en toda composición musi­cal. La idea es el alma de la obra, su elemento primordial, y de ahí la larga y aún penosa elaboración de la misma en maestros tan sublimes como un Beethoven.

“La idea no se adquiere. El estudio más asi­duo y más concienzudo no la procura. Con ideas musicales se nace. Pero si es cierto que las ideas no se adquieren, el estudio sí las refina, y sin aquel las ideas son letra muerta.

“Por otro lado el genio es una ‘larga pacien­cia’, y especialmente en este siglo en que vivimos, después de haberse escrito tántas bellas obras, quien intente producir con rapidez está expuesto segura­mente a hacer obras sin interés ni originalidad.

“El uso del tema ajeno, y más si se trata de uno popular, es innega­ble­mente interesante, porque la obra en que se emplee tendrá cierto ambiente especial. Mas el artista al usar de ese producto ajeno debe sublimarlo y darle un ser que le permita tra­tarlo en forma artística y durable. Sin esto, el em­pleo del tema ajeno, lejos de ser meritorio, es prue­ba de deficiencia por parte del compositor.

“Escribamos, pues, con temas propios o ajenos, música de carácter universal o nacional, pero mú­sica que tenga las condiciones por el arte requeri­das. Como sabiamente lo enseña d’Indy, esas con­diciones de­ben ser: el carácter de enseñanza de la obra de arte, su duración y, sobre todo, su sinceri­dad, todo ello proveniente de la conciencia artís­tica del compositor. El arte es sensibilidad: la es­cuela ha sido tachada de fórmula y de convencio­nalismo. Pero no pretendamos libertarnos del es­tudio, apoyados en paradojas, o so pretexto del ca­rácter popular o nacional de nuestras obras. Aún la misma música ligera, la destinada al baile o al café, puede, debe ser escrita con pulcritud, y para ello se impone el estudio, como se imponen la gra­mática y la ortografía para el buen uso de la len­gua, aún en la redacción de algo sin pretensiones poéticas o literarias. El día que tenga Colombia una pléyade de com­po­sitores con instrucción sóli­da; el día que el genio musical colom­biano tenga los positivos medios de manifestarse, ese día sí po­dremos ufanarnos de tener una música nacional de real valor, esté o no ins­pi­ra­da en los temas popu­lares que podamos poseer”.

Concierto musical en el Colón

Como argumento vivo en favor de la llamada música nacional, se ideó un espectáculo que hará época en los anales del Teatro de Colón, lu­gar, don­de se verificó.

Aprovechando los organizadores del espectácu­lo en cuestión, la pre­sen­cia de una bailarina ex­tranjera que se encontraba en la ciudad, dis­puesta naturalmente a ganar dinero en cualquier forma, se le com­pro­metió a que tomara parte, creyéndose asegurado el éxito con las habi­li­dades de la dan­zante.

Se trataba de una demostración del arte crio­llo, llevando a la escena algo como un ballet, a base de danzas y canciones, representativo de la leyenda chibcha del Bochica. Y fue aquello para ha­cer reír hasta al más serio. Personajes grotesca­mente disfrazados, figurando al héroe de la leyen­da y a una tal princesa, imaginada para hacer fi­gurar a la bai­la­rina; coros invisibles; el compositor de la música, de frac en el piano, sobre la escena, es decir, tomando parte en la acción; en el fondo un paisaje. La música consistió en una serie de bambucos y pasillos, ya can­tados, ya danzados. Pe­ro nada igual al desenlace, el momento dra­má­­tico y emocionante de la leyenda, cuando Bochica rom­pe la roca y se desborda la catarata: se acercó el profeta al peñasco; lo golpeó, y qué se vió? La fotografia del salto de Tequen­dama, invertida, aguas arriba, lo cual causó doble espanto a los chib­chas del escenario, del mismo modo que al público. En suma, certa­men parecido no se ha re­gis­­trado en la aldea más pobre del país.

Severa estuvo esta vez la prensa para calificar este positivo escándalo de pretendido arte, que pu­so en claro el poco celo oficial en relación con la categoría del Colón y la falta de carácter de la Di­rección de este Teatro.

Parece que semejante fracaso hubiera debido poner punto final a la literatura en favor de la tal música nacional, pero no fue así: a raíz de esta despampanante aventura continuaron las letanías de alabanzas a ese supuesto arte, naturalmente com­binadas con las de vituperios al Con­servatorio y su Rector.

Por fin llegó un intervalo de descanso relati­vamente largo, para solaz de los abonados a los diarios, aburridos de tanta palabrería a través de mito tan falto de interés, y para tranquilidad de los músicos, quienes no tuvimos que seguir per­diendo el tiempo en contestar estulticies y probar verdades sabidas en todas partes.

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