La Vida Imita al Arte

Alberto Lleras Camargo 1906-1990

El cónsul honorario de la Gran Bretaña debe morir en la mañana del domingo, después que el jefe de los guerrilleros, sacerdote católico que ha renunciado a su Iglesia, y se ha casado con una mujer mayor que él e insignificante, diga, por pe­tición de algunos de sus compa­ñeros de lucha, una misa, al vencerse el ultimátum que les da la policía. El cónsul honorario no ha sido capturado sino por equi­vocación: acompañaba al embajador norteame­ricano en excursión a un parque arqueológico. Se le ha retenido, sin embargo, al identificarlo, porque se presume que los grandes poderes del mundo, los Estados Unidos e Inglaterra, ayudarán a presio­nar al gobierno para que entregue un número de­terminado de presos políticos. Al final, como siem­pre ocurre en las novelas de Graham Green, no se sabe quién disparó primero contra quién, si la po­licía o el cura, y el cónsul se salva, también extra­vagantemente.

El cónsul honorario de Gran Bretaña está hoy preso en Guadalajara, tomado por un grupo de secuestradores que solicitan del gobierno mexicano que entregue quince presos políticos. Se llama An­thony Duncan Williams. Con él, se ha capturado a un acaudalado industrial y se supone que el go­bierno de México cederá a la presión que le hará el gobierno inglés, y probablemente el norteameri­cano, por solidaridad, para que libere a los presos políticos.

Uno y otro caso existen, a su manera. El primero es la novela de Graham Green, el escritor inglés, y el caso ocurre en la frontera entre Argentina y Paraguay. El otro es el caso que está sucediendo, ahora mismo, en Guadalajara. Los dos son novelas de suspenso, de intensa emoción contenida, y, cla­ro, el caso de la novela de Green está mucho mejor escrito que los comunicados de la Associated Press sobre el de Guadajalara. Pero la vida es idéntica. El arte copia la vida, proba­ble­mente, porque Green, que es un estudioso de la realidad latino­americana, no ha podido menos de tener en cuenta para su novela el antecedente del gobierno mexicano, en­tregando, por el cónsul general de los Estados Uni­dos en Guadalajara, Terrance Leonhardy, treinta presos políticos, que se enviaron a Cuba por orden del presidente Luis Echeverría. El presidente dijo entonces que era un sacrificio justifi­cado para sal­var la vida de un inocente. Pero ocurre que en el caso del señor Anthony Duncan Williams, como en el caso de la novela de Green, Charley Fortnum es sólo un cónsul honorario. Este último ha nacido en Buenos Aires y vive en una plantación de mate en el norte, cerca a la frontera de Paraguay, entre­gado al alcohol y casado con una prostituta adoles­cente del burdel más afamado de la caliente, sopo­rosa ciudad fronteriza. El gobierno de Su Majestad no siente nada por él. Es, después de todo, sólo un cónsul honorario, y su sueldo se paga con el permiso de importar automóvil cada dos años, que conceden bené­vo­lamente las autoridades locales. Fortnum es apenas inglés, y sus servicios, míni­mos. Se pensaba retirarlo del todo cuando sobre­vino el secuestro. El gobierno de Su Majestad no sale de su sorpresa de que haya sido escogido Fort­num para esta faena: ni tanto honor, ni tanta indig­nidad. Y el embajador inglés tartamudea excusas para no ejercer presión alguna sobre el dictador Stroessner, del Paraguay, que es el final objetivo de los guerrilleros.

Todo esto, y algo más debe estar pasando, en términos muy seme­jantes, en Guadalajara. Como en obedecimiento a la paradoja wildiana, la vida copia el arte, esta vez abyectamente. Quien estuvie­ra, como estábamos nosotros, leyendo la novela de Green, apasionante, como todas las suyas, las innumerables suyas, de las cuales por lo menos tres, con ésta, acontecen en la América Latina, Our Man in Havana, The comedians y The Hono­rar Consul, no podría menos de sobre­saltarse con la repetición de los hechos, que probablemente, a su vez, repetían otros ocurridos hace pocos meses. No se sabe qué admirar más, o de qué sorprenderse más: si de la penetración y adivinación del escritor, o de la falta de imaginación de los guerrilleros. Green es, fue, esencialmente, uno de los escrito­res más preocupados por los problemas religiosos de su tiempo, y tal vez del nuestro, y en esta oca­sión, sin duda, lo más importante y hondo del relato es la presencia del padre Rivas. ¿O es todavía padre? Se ha separado de la Iglesia con permiso eclesiástico y ha contraído una unión casual, sin ninguna pasión, acaso como un modo de llegar más adentro en el alma de los pobres, los abando­nados, los miserables. El ejemplo de Camilo, el padre Camilo, lo sigue y lo obsesiona. Comprome­tido en este secues­tro, sabe que tendrá que matar y que tal vez lo maten. Esto último parece ser lo que ocurre cuando se arrastra desde la choza cer­cada por la policía a dar un último consuelo, per­sonal, no divino, a otro inglés, el médico Plarr, que ha sido capturado con la añagaza de que su padre está en la lista de los presos políticos que el dictador debería liberar. El padre Rivas, o simple­mente León, no sabe ya lo que es, ni qué vínculos tiene todavía con una Iglesia y un Dios que le dan confusos mensajes, algunos horrendos, que le ha­cen pensar en la existencia del Dios malo, en opo­sición al Dios bueno y asociado con él, Green, en sus insondables problemas metafísicos. Pero apar­te de ese constante rumiar las relaciones del hom­bre con la divinidad, en el cual Green se acerca, peligrosamente, a Mauriac y a Bernanos, lo que vale la pena observar es cómo el buen novelista puede abarcar con precisión un ambiente diferente, radicalmente antagónico del suyo. La novela de Green habría podido ser escrita por Jorge Luis Bor­ges. O ni por éste mismo. Pero muy pocos argen­tinos hubieran penetrado tan honda­mente y en tan grande superficie en esa vida argentina de la capital y de las provincias, narrada de mano maestra, o mejor aún, no descrita, sino puesta de presente, sin esfuerzo alguno de descripción, sino porque está allí, entera y viva. Yo he vivido en una ciudad argentina de provincia, en Entre Ríos, muy cerca, pero sobre el río Uruguay, y no el Paraná, donde la novela de Green transcurre. Jamás había leído nada que me volviera a colocar en ese ámbito de pampa y río, de frontera, de provincia, de esas villas que copian la capital, en vano, donde, como dice Green, el burdel es el centro cultural más impor­tante. Y en Green he podido revivir esos meses pasados en la pequeña ciudad en que todo se rige por una convención curiosa, desde los pa­seos al atardecer alrededor de la estatua de San Martín, las mujeres hacia un lado, los hombres hacia el opuesto, como en una sensual feria de ganado. Y esa tremenda violencia callada y ese machismo salvaje y artificial de las relaciones humanas, regidas por el código de Martín Fierro. ¿Cómo ha podido Graham Green absorber esa at­mósfera y reproducirla, sin magia alguna, en su infinita frivolidad, dureza y crueldad? No debió ser su escuela la hacienda de San Isidro donde, como lo dice en la dedicatoria a Victoria Ocampo, pasó muchas semanas felices con la grande escri­tora argentina. Estas escenas sólo son entrerrianas, auténticas.

Y ¿cómo pudo Valle Inclán escribir una de las mejores, si no la mejor novela americana, Tirano Banderas, aún no superada ni echada al olvido, a pesar de la aparición tardía y gloriosa de García Márquez, de Carpentier, de Vargas Llosa, de Cor­tázar? ¿Y cómo otra extraordinaria novela escrita por Conrad, al principio del siglo y cuya acción pasa en una república bananera del Caribe, apenas ha sido superada, pero no sustituida, por la magia de Macondo, en ese mismo territorio?

Como quiera que sea, El cónsul honorario es una novela que está transcurriendo en estos momen­tos, en Guadalajara. Parece que no habrá libertad para los presos políticos y que el machismo mexi­cano se impondrá sobre la compasión que salvó al cónsul general norteame­ricano.

Es un encuentro entre el machismo guerrillero y el gubernamental. Y que Dios tenga de su mano a quienes caigan dentro del conflicto. Como el pobre cónsul honorario de Gran Bretaña.

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