El Último Soberano

Juan Clímaco Hernández

El último soberano de los chibchas fue Aquiminzaque. Su vida está dividida. una parte es de la prehistoria de Hunza, del olvido; otra es recordada por la historia de Tunja a raíz de su descubrimiento y de su fundación. Una figu­ra joven, seria, altiva y orgullosa. Hunza lo vio nacer, arrulló sus sueños de grandeza y presen­ció su muerte violenta.

Muerto Quemenchatocha, le sucedió Aqui­minzaque, su sobrino: no en el poder ni el tro­no que ya le habían sido arrebatados, sino en la dignidad y el respeto, aceptados no solamen­te por sus súbditos, sino también por los con­quistadores, quienes temían que si el pueblo no sentía la suprema autoridad de su soberano, podría rebelarse y acabar con algo que ellos mismos sabían era débil, frágil y muy contin­gente. El joven soberano, de carácter suave, in­teligente, sagaz como todos los de su raza., se prestó facilmente a escuchar y a estudiar las nuevas doctrinas religiosas traídas por el inva­sor. Y no era difícil que las comprendiera a ma­ravilla, dada la estructura ideológica de las disciplinas a las cuales había sido sometido por su educación desde niño. Pudo vacilar en mu­chas ocasiones al escuchar misterios y revela­ciones extrañas; pero siempre calló, demostra­ba aceptarlo todo.

La vida se deslizaba así quieta y sin compli­caciones; a su palacio acudían súbditos y con­quistadores, los unos para recibir órdenes, los otros para espiar y también para iniciar la edu­cación de aquel catecúmeno excepcional.

El pueblo no miraba con buenos ojos el he­cho de que el joven monarca no hubiera bus­cado mujer, no por la sucesión, que de acuerdo con las leyes estaba previsto no heredaría el hijo del Zaque, sino el sobrino; pero sí por el respeto y la comodidad del mismo soberano. Era necesario concertar un matrimonio, y con­sultado Aquiminzaque aceptó.

Los grandes del reino se dieron a buscar una mujer que le diera no solamente placer y amor, sino que trajera consigo lo que tanta falta le hacía al imperio: la fuerza. Y concertaron la unión con la hija del cacique más fuerte, más valeroso, el que todavía luchaba contra el con­quistador y no había cedido en nada ante los nuevos hombres, el cacique Tundama.

Pronto se hizo pública la noticia del matri­monio del joven soberano. Todos los súbditos se apresuraron con los preparativos para la fies­ta, y la ciudad, antes tranquila, se vio invadida por comisiones, delegaciones, enviadas por to­das las comarcas, para arreglar con la suntuo­sidad acostumbrada las bodas del soberano.

La situación de los conquistadores por ese entonces, no era halagadora: veníanse dispu­tando el mando de la región descubierta por don Gonzalo Jiménez de Quesada; las insurrec­ciones de Sutas, Muzos, Motilones, Sobayaes, Panches, mantenían en perpetua zozobra las es­casas fuerzas de las cuales podía disponer don Hernán Pérez de Quesada, jefe supremo de las tierras conquistadas por su hermano. Una nue­va insurrección en Tunja que moviera a los naturales de todos los cacicazgos dependientes de Aquiminzaque, vendría a ser un peligro muy grave para el sostenimiento y vida de los con­quistadores.

El movimiento de caciques interesados con las bodas del soberano seguía; y tal agitación no era para ser vista con descuido por aquellos que veían su propia vida amenazada. Se dieron, pues, a investigar el significado de tanto alarde de alegría, y si unos aceptaron como muy na­tural este regocijo, otros insistieron en ver co­natos de un enorme levantamiento, que se ex­tendía desde Bogotá hasta Pamplona, es decir, la destrucción completa de la invasión española.

Don Hernán también discutía y aceptaba lo que unas veces le parecía algo inocente siempre, lo relacionado con las bodas de Aquiminzaque; pero otras, dudaba y disponía castigos con el fin de amedrentar. Muchas veces se arrepentía y de nuevo entraba en discusión con sus capi­tanes y soldados. Estos estaban divididos: los soldados de Belalcázar y Federmán, casi todos en Tunja, venidos del Perú, mirados con des­afecto por los soldados de Quesada, muchos sin repartimiento alguno; insistían en obrar contra Aquiminzaque y sus caciques. Los soldados de Quesada, defendían la vida del joven soberano y alegaban en su favor la inocencia, la senci­llez, la quietud, la indiferencia de ese joven por cuanto pasaba, no solamente en la ciudad, sino en todo el imperio.

Triunfaron los soldados venidos con Belal­cázar y Federmán, y se decidió castigar por me­dio ejemplarísimo al soberano y a los caciques que habían llegado ya a la ciudad en espera del día de las bodas. El castigo debía ser de tal naturaleza, que escarmentara el pueblo entero para que no insistiese en nuevos levantamien­tos. Y se decretó la decapitación de Aquiminzaque. Recibió a los mensajeros tranquilo; escu­chó la sentencia, más tranquilo todavía, y con­testó como podía contestar un digno soberano de Quemenchatocha y el último soberano de un pueblo dominado por la fuerza, pero nunca so­metido, ni cobarde, ni falto de dignidad, de orgullo e inteligencia. “Di a vuestro general, que le debo el gran favor de quitarme de una vez y para siempre una vida que diariamente me quitaba; y puesto que me hice cristiano, al borrarme el poder temporal, no apresure tanto la muerte, ya que lo eterno nunca podrá robár­melo”. Y con una sonrisa de ironía despidió a los enviados que le traían la buena nueva de su muerte. Al día siguiente en la plaza de Tun­ja, en presencia de todo el pueblo, fueron deca­pitados Aquiminzaque, soberano último del im­perio chibcha, y los caciques de Toca, Motavita, Samacá, Turmequé, Suta. A otros caciques se les dio tormento.

El pueblo calló. Los cronistas de las conquis­tas anotan con admiración ese silencio. Piedra­hita dice que fue debido a que “hay dolores que se recatan en los labios, porque solamente ca­ben en los dilatados espacios del corazón, don­de así entorpecen los conductos que dan paso al dolor, que ni respiran para la queja, ni se alientan para el sollozo”.

Así murió el último soberano de Hunza, el joven Aquiminzaque. Su figura no es inferior a ninguna de los grandes soberanos americanos, que supieron protestar, con lo único que podían protestar contra la crueldad y la barbarie de la conquista: con la protesta airada y valerosa como la de su compañero ecuatoriano, Chal­cuchimac, quien, instado antes de entrar en la hoguera a aceptar las doctrinas del ca­tolicismo, contestó: “No comprendo”, e inme­diatamente dio orden a sus vasallos para que avivaran la hoguera en la cual entró volunta­riamente, sereno, digno, después, eso sí, de ele­var al cielo una oración a su dios Pachacamac. Aquiminzaque marcha también a la muerte, después de afirmar: “Sí comprendo”, y envol­viendo su confesión en la más fina y cruel iro­nía: “voy a un lugar donde el hombre nuevo nada puede robarme, voy a la eternidad”. Y con serenidad tal fue a la muerte que los cronistas dicen, “recibió el castigo con tal ánimo que más parecía diligencia de su cuidado”.

Fue la última chispa de una vida, la última vida de un imperio, cuya historia olvidada has­ta ayer, inicia su resurrección de gloria y de grandeza, para ocupar allí el puesto que merece.

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